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Por Gustavo Thompson.
Hay una imagen que falta en la Argentina. Una postal que aún no aparece. No es la del dólar calmo, ni la del congreso en orden, ni la de un milagro productivo. Es la imagen de la esperanza. La verdadera. No esa declamada en campañas o recitada en discursos emocionales sin contenido. Nos falta ver la expresión genuina de un país que decide avanzar hacia el futuro dejando atrás, de una vez por todas, los fantasmas del pasado. Y quizás lo más triste es que otra generación parece estar quedando atrapada en el mismo ciclo de desencanto.
Devoradores de futuro
Durante más de 40 años, los verdaderos hilos del poder en Argentina han sido sostenidos por una élite conservadora, octogenaria, encapsulada en estructuras de poder que no se renuevan, sino que se reciclan. Hablan de democracia, pero operan con lógicas de monarquía, es decir, se pasan el poder entre ellos. Predican republicanismo, pero gobiernan con códigos de familia, de casta, de círculo cerrado.
Lo trágico no es sólo que no se vayan, sino que logran que otros no lleguen. Y hoy, los devorados son los jóvenes de entre 35 y 45 años. Esa generación bisagra que nació en la transición democrática, que creció creyendo que la política podía ser otra cosa, que estudió, que emprendió, que se involucró desde la prudencia y el respeto, creyendo que esas eran las nuevas formas.
La trampa de la prudencia
Durante los últimos años muchos depositamos una cuota de fe en que esta generación terminaría con la mentalidad setentista que aún marca la lógica del poder. Que desactivaría la dialéctica perversa de “amigo/enemigo”, de “dictadura/democracia”, de “liberales contra montoneros”, de relatos que se reciclan mientras el país se achica. Pero no fue así.
La generación de 35-45 años está siendo neutralizada con elegancia. No se los elimina: se los incorpora, se los rodea, se los hace jugar el juego viejo. ¿La clave? Su respeto, su cautela, su temor al error, su deseo de construir sin romper. Pero en la Argentina del poder, quien no rompe no transforma, y quien no transforma termina siendo funcional.
¿Y la revolución que no llega?
No hay reacción concreta. No hay masa crítica. No hay estallido de ideas nuevas. Solo excepciones, esfuerzos individuales o pequeños grupos que intentan escapar del pantano. Pero el sistema es más hábil: asfixia sin represión, desactiva sin gritar. Y así otra camada se suma al cementerio de generaciones políticas que no fueron.
¿Entonces? ¿No hay esperanza?
Sí. Pero parece haberse corrido una generación más abajo.
La generación del 18 al 25
La verdadera semilla de lo nuevo parece estar germinando en los jóvenes de entre 18 y 25 años. Son hijos de la crisis perpetua, del descreimiento total, del colapso educativo, del colapso emocional. Pero también son hijos del mundo digital, del acceso brutal a la información, de la cultura del «hazlo vos mismo», del rechazo visceral a los viejos rituales del poder.
No les interesa el respeto si no hay coherencia. No quieren cargos, quieren sentido. No piden permiso, avanzan. Si logran evitar la cooptación y el cinismo, puede que de allí surja la chispa que finalmente rompa la lógica perversa de la Argentina estancada.
La sombra larga de los que no se van
Hasta que eso ocurra, la imagen de la esperanza seguirá sin aparecer. El poder real sigue en manos de quienes hace décadas deberían haber entregado la posta. Y como Saturno, devoran a sus hijos. Y lo hacen con una sonrisa, con discursos de unidad, con llamados al diálogo vacíos.
Pero no todo está perdido. Quizás esta generación de 35-45 años, ahora despertando de la anestesia, todavía pueda tener un rol. No como protagonistas absolutos, sino como puente entre lo viejo y lo nuevo, como diques de contención del cinismo, como protectores del fuego que los más jóvenes comienzan a encender.
Porque si no es ahora, será después. Pero Argentina no puede permitirse otra generación frustrada. Porque después de eso, ya no quedará nadie para creer.